Al término de la guerra civil del 36, impuesta la paz necesaria para superar los años del hambre, todos, más o menos, teníamos una historia que contar preñada de sinsabores y disgustos; sólo quienes sufrieron de veras, hasta los tuétanos, llevaron sus penas en silencio; la mayoría descargaba su morriña con el primer conocido que surgía a la vuelta de la calle. Fueron los años del tremendismo literario, prodigiosamente novelado por Camilo J. Cela en "La familia de Pascual Duarte".
Ahora nos toca vivir el tremendismo electorero. Para ser exactos, llevamos año y medio largo, viviendo la misma corrida. El ruedo se ha montado en las plataformas de rodaje televisivas. Los diestros, conocidos personajes mediáticos ayudados por sobresalientes del periodismo y de la farándula, actúan con el rigor marcado por el moderador, protagonista que recibe órdenes superiores por un pinganillo.
¡Tremendo espectáculo! Nunca como ahora fue tan válida aquella frase digna del pintor Dalí: "Lo importante es que hablen de uno aunque sea bien..."
También dijo: "De lo único que nadie se cansará, es de la exageración". Aquí se equivocó. Por tanto exagerar, la dramatización de cada día suena a falsa. El telespectador como el drogadicto, necesita para conseguir los mismos efectos una mayor dosis de veneno. Pero todo tiene un límite.
La droga en este caso viene envuelta -intencionadamente- en la corrupción del PP. Es tanto el tremendismo basura que se necesita para producir los efectos del desprestigio que, si este partido aguanta el chaparrón que le viene encima, es señal de que el desparrame de aquella ya no pita.
El PP haría bien en mantenerse indiferente a los ataques, espigar dentro de su programas sus mejores lemas y poner el énfasis en los que afectan al corazón y al bolsillo de los votantes.
¡Se trata de dos òrganos muy sensibles al dolor y muy agradecidos al alivio que puedan prestarle sus protectores!
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