Desde una perspectiva política desapasionada, puestos a influir en el futuro que nos aguarda a los españoles a la vuelta de la esquina, podría afirmarse que las gentes de buena fe están desorientadas. Téngase en cuenta que, para la inmensa mayoría, su única forma de influir es con su voto.
Si nos paramos a observar todo lo que ocurre, si lo analizamos fríamente, si queremos sacar consecuencias, muchos terminarán por concluir: "Conmigo que no cuenten: esta vez, no voto"
Las buenas personas -me refiero a las que ganan el pan con su diario sudor- no acaban de entender, ni de digerir, cómo justificar su voto dándoselo a unas listas donde se cuela la mangancia en proporciones exageradas. Porque en España, los electores no eligen a la persona, sino a una extraña relación de amiguetes de cuya historia no tiene la menor idea. ¡ Así nos va!
La que entendemos por derecha moderada, se levanta cada mañana rascándose tras la oreja, al mismo tiempo que se pregunta: ¿cómo se llama el buen ladrón de hoy? La izquierda tradicional está a la greña; se quieren mucho los unos a los otros pero no se hablan ni cuando dan tierra a sus muertos. La nueva derecha no se cansa de repetir que ellos son los buenos, pero no abren brecha; por algo será. Y la nueva izquierda se entrega a la escenificación del sainete cuando estamos ante un drama.
Y los españoles más tiranizados, a fuerza de mal vivir porque no tienen trabajo o no se lo remuneran dignamente, se apoyan como última esperanza en el que mejor miente. No es de extrañar que dadas estas circunstancias las minorías secesionistas aumenten su clientela.
Esa es mi impresión.
¡Propia de un optimista desengañado!
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